Hace unos días llegó un amigo mío a mi oficina. Estaba sumamente angustiado. La tristeza lo embargaba y estaba a punto del llanto. No era para menos: su hija adoptiva, de apenas 20 años de edad, había muerto
Por Cuauhtémoc Mávita E./periodista

-Ella era una joven muy entusiasta. Había tejido sueños en los que se visualizaba como una profesionista, un ama de casa y una servidora de la sociedad. Estudiaba en el Instituto Tecnológico de Sonora, y aunque era golpeada duramente por su enfermedad, volvía a levantarse para continuar adelante con su proyecto, me dijo.
Pero finalmente, luego de una crisis severa, cayó en cama para no levantarse más.
-¿Porqué ella?, me preguntaba, y en la expresión de su rostro se manifestaba un claro reclamo contra Dios.
Creo haber entendido lo que sucedía en su interior. Más cuando los seres humanos tenemos una cultura que no nos prepara para sepultar a los hijos, dado que se entiende que los padres debemos irnos primero. Quizás por eso hay quienes afirman que lo más doloroso para los padres es precisamente perder al o a los hijos.
Su dolorosa experiencia solo pretendí aligerarla con un abrazo solidario. Era, en ese instante, lo que podía demostrarle.
Sin embargo, su tristeza y reproches al autor de la vida revivió, como un huracán y su turbulencia, los dolorosos momentos que experimenté cuando, adolescente, me despertaron en una madrugada calurosa para notificarme del fallecimiento de mi padre en un accidente de carretera; después esas escenas volverían a repetirse varios años más tarde cuando mi hermano, el segundo de los más jóvenes de mi familia, resbaló de un edificio y murió 23 días después sin recuperar la conciencia. Mi padre era un hombre de trabajo, entregado a la familia y al servicio de Dios; mi hermano, casi mi hijo, había cursado con miles de sacrificios una carrera profesional y luchaba en Monterrey para abrirse un camino en la vida.
Esas etapas críticas me golpearon de nuevo ante la interrogante del ¿Por qué ella? que ahora me planteaba mi amigo. No tengo respuestas. Han pasado los años y me sigo preguntando: ¿Por qué mi padre?, ¿Por qué mi hermano?, ¿Por qué ellos que eran personas de bien, y porque no otros que, en algunos casos, no se sabe cual es su misión en nuestra sociedad?
-¿Porqué ella?, me preguntaba, y en la expresión de su rostro se manifestaba un claro reclamo contra Dios
En esa búsqueda de alguna explicación convincente, en cierta ocasión subí a un buque biblioteca que estaba anclado en las aguas del mar en La Paz, Baja California, y atrajo mi atención un libro cuyo título es: CUANDO LO QUE DIOS HACE NO TIENE SENTIDO, del Dr. James Dobson.
En ese volumen aborda una serie de casos reales de vida y muerte, todos dolorosos por la pérdida irreparable del que se adelanta en el camino. Y en la mayoría de las veces no falta quien se rebele contra los designios provenientes de lo alto, como si Dios estuviera obligado a darle una explicación a los hombres.
En el libro del Deuteronomio (29:29) se subraya que “Las cosas secretas pertenecen a Dios…”. En Eclesiastés (11:5): “Como tú no sabes cual es el camino del viento o como crecen los huesos de la mujer encinta, así ignoras la obra de Dios el cual hace todas las cosas”. El profeta Isaías (55: 8-9) establece en cuanto al Altísimo: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos… Porque como los cielos son más altos que la Tierra, así mis caminos son más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos”.
En otras palabras, y en alusión al doctor Dobson, el ¿Por qué? es una pregunta sin respuesta por ahora. La vida se vive, valga la redundancia, en la fe; la muerte se admite, también por fe, como una acción natural que conduce a una nueva vida.
Las cosas que suceden tienen, empero, su razón de ser. Desde el niño que no alcanzó a nacer hasta quien muere de una enfermedad, un accidente o por vejez, responde a una causa y un propósito. En nosotros está el aprender a vivir. Quizás mediante ese aprendizaje conozcamos lo que es la vida y entendamos un poco los designios de Dios, bueno si es que crees en él. Yo sí.
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